Rescatemos al Titanic

En abril de 1912 el Titanic, el transatlántico más grande y ostentoso jamás construido por el hombre hasta la fecha, choca contra un iceberg en su primer y último trayecto, dando al traste con sus sueños y llevándose la vida de más de mil quinientas personas. En su ayuda, el Carpathia, un transatlántico de menor tamaño, que acude tan pronto como le es posible. Esta operación de rescate no estaba destinada a salvar al Titanic, entre otras cosas porque era físicamente imposible, sino a sus pasajeros o al menos a parte de ellos, aproximadamente la tercera parte.

No es el centenario de estos hechos lo que me hace traer al presente esta historia sino el hecho de que se me antoja como soporte ideal para explicar algunos de los movimientos económicos actuales más conflictivos y criticados. Los rescates.

Cambiemos el nombre al Titanic y llamémosle, por ejemplo, Bankia. El Carpathia sería el Estado. El Atlántico es La Bolsa y el pasaje, por lógica, los miles o millones de euros depositados o invertidos en el buque de los sueños. En su primer viaje, prometiéndoselas muy felices y llenos de orgullo y una pizca de vanidad, Bankia ignora los avisos de icebergs y choca contra uno de ellos, dejando al descubierto un agujero tan grande como irremediable. El hundimiento es cuestión de horas. Todos aquellos inversores que habían depositado su confianza en este transatlántico ven como sus fortunas disminuyen de forma muy alarmante y no se tarda en enviar un mensaje de SOS. El Estado es el único que atiende la llamada. Para su rescate, el de los inversores, no el de Bankia, se disponen 10.000 millones de euros. Un atisbo de esperanza, pero insuficiente. No todos se podrán salvar. Cunde el pánico mientras el buque continúa hundiéndose a gran velocidad.

Dejemos pues los recursos lingüísticos y centrémonos en los aspectos más puramente económicos. Los rescates de Bankia, de otras entidades o incluso de países, no están siendo inyecciones de capital para que los ciudadanos de a pie puedan mejorar sus situaciones, es decir, que no tienen por finalidad que el banco conceda más créditos o préstamos a ciudadanos y empresas (hecho que por otro lado es inviable y ya hablaremos de ello en otra entrada), sino que su misión es garantizar el cobro de los acreedores que en su día invirtieron en ellos. Lo cual resulta muy gracioso, irónico y puede que hasta irritante. Toda inversión de capital está sujeta a un riesgo, mayor o menor en función del tipo de operación y por supuesto de la rentabilidad, ya que a mayor rentabilidad mayor riesgo y viceversa. Cuando asumes las reglas de este juego sabes de antemano que existe una posibilidad, por pequeña que sea, de perder. Asumes el riesgo porque el riesgo existe. El problema es que cuando se cumplen los peores augurios y ves que tus ahorros desaparecen de manera drástica, no tardamos en pedir que se depuren responsabilidades y que alguien nos devuelva nuestra inversión sea como sea. Es difícil que no se te venga a la cabeza otro paralelismo. Entrar en un casino, apostar y al salir pedirle a un amigo que te deje el dinero que has perdido.

Cierto es que los inversores depositaron sus capitales con la promesa (siempre contractual) de obtener una rentabilidad a cambio y que, en caso de no cumplirse, existen los mecanismos legales para exigir responsabilidades o la devolución de la misma, pero de ahí a que el Estado, con el dinero de todos los contribuyentes tenga que aportar sumas ingentes de capital para que estos inversores/acreedores obtengan sus beneficios hay un trecho importante. Más aún cuando para pagar a éstos, el Estado se ve obligado a realizar recortes en todas sus partidas presupuestarias. Sacrificar a unos en favor de otros. Personalmente, no me parece la mejor estrategia en estos momentos.

A la mente se me viene el Darwinismo Económico del que también hablaremos otro día. De momento, y volviendo al Titanic, tengamos bien presente que el Carpathia acudió en su ayuda y, sin arriesgar la vida de su tripulación, rescató a los pasajeros (a los que pudo, que no fueron todos ni mucho menos), nunca al capitán ni al buque para que pudiera seguir navegando. Éstos se hundieron y dejaron paso a otros buques que aprenderían del error y surcarían esas mismas aguas con más prudencia.

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